Pinchar la pelota

Fue una vez y se detuvo el partido, ¡bah!, para mí se detuvo Montevideo, ¡bah, qué digo, Montevideo!, se detuvo el mundo. No recuerdo si fue al cabecear la pelota y tras verla tras la línea de gol y salir cara al córner para gritar ¡gol!, o simplemente fue lo contrario, recogiendo la pelota dentro del arco, o acaso fue una gaviota que revoloteaba sobre aquella vieja cancha de la Aduana la que con su graznido me atrapó. No lo recuerdo, no importa, sí en cambio el silencio, el palpitar desbocado del corazón, el temblar de mis piernas corriendo hasta él, la textura de sus manos sobre mi espalda. Sí recuerdo el quilombo de mi cabeza de 8 años, el encuentro, quizás el va de nuevo, la esperanza, quizás tan sólo la alegría de verlo, ahí plantado con su valija cerca del córner contra la escollera Sarandí. Mi mundo conocido comenzaba a derrumbarse y transitar entre idas y venidas. Muchos años después, en un avión, le pregunté el porqué de llegar sin avisar. Se rio sin decir nada. Era mi primera vez haría el mismo ritual suyo. Y reconozco que sin saber bien, me enganchó. Y para bien o para mal, lo seguiré hasta que las monedas de mi bolsillo dejen de sonar.

Estas taras y las tentativas de ocupar el tiempo con el maldito celular, me llevo a descubrir que somos muchos los tarados. Las redes sociales tienen sus “reels”, una suerte de clips cortos que buscan (y consiguen…) atraparte el mayor tiempo posible entre los nudos de su aparejo. Basura. Algunas simpáticas, otras informativas, otras ocurrentes, otras simple basura que con el índice activas el scroll. Bueno, la cuestión es que aparecieron las “I´m coming home”, un segmento de regresos de soldados yanquis a sus casas. Todo bien si fuese uno dos tres o diez, pero un segmento donde salvo (y en algunos casos ni el apuntador se salva), pinchan la pelota del encuentro. Muy yanqui. Un tipo o tipa llega, bien filmado para ver la reacción del familiar (hasta lo hacen con los féretros de los muertos…). El mundo del espectáculo, el payaseo, donde los niños son auténticos, pero sus familiares, falsos. Serán los tiempos donde exponer los sentimientos de un encuentro necesitan varios miles de pulgares pa´arriba. Serán, pero dan asco.

El matón del barrio

Desconozco el grado de conocimiento de los matones y con ello la temperatura de cada uno sobre la aceptación tolerancia desidia aplauso y por el contrario el repulso intolerancia beligerancia bronca ante esta figura que nos acompaña desde vaya uno a saber, pero seguramente antes del neolítico aunque el asunto de vivir con el límite territorial lo consagró. El barrio.

Sin embargo, quizás haya sido la escuela donde residen nuestros primeros recuerdos de sus accionares, sin quizás porque nuestra memoria de sociabilización independiente tiene olor a tiza y regla, a perfumes a lágrimas salinas a las lápices y gomas. Y por supuesto a amistad y a enfrentamiento. La escuela del barrio fue nuestra primera república independiente, una cosmogonía que nos habita. En cada salón existía, he de pensar que hoy siguen existiendo si no el mundo sería otro, el matón que bien por tamaño, por hastío, por prepotencia arrastrada de su entorno familiar, bien por lo contrario, por algo complejo no identificado imponía sus condiciones a los demás, que respondían con la sumisión el silencio la apatía y a quienes les tocase, con una piña. De arriba abajo, de sexto grado a primero, los matones tenían sus reglas y no se pisaban la cola en las puertas de la escuela y en los recreos y hasta se apoyaban cuando salían a enfrentarlos. Porque, por supuesto, los matones no ganaban siempre. Y lloraban. Y buscaban razones para tal osadía.

El barrio.

Educados en su presencia crecíamos. Establecidas las alianzas con iguales, peleando las esquinas, los cuadros, las minas ya estábamos más o menos listos para deambular por el mundo aunque no nos gustasen esos personajes. Así toleramos toda la mierda que cada mañana nos mateamos con las noticias de matones, de profesión matones, criados como matones y que hasta su muerte lo serán. Es lo que me provoca el actual gobierno de Israel liderado por el matón y corrupto, Benjamín Netanyahu. Los cuarenta mil muertos hasta hoy, las fichas siguen cayendo en Gaza, se contraponen con su sonrisa de canchero de bacán, las conocidas de un genocida que se sabe inmune, qué da asco, aunque en el barrio muchos miren con aceptación tolerancia desidia o aplauso. Veremos si alguien, como en la escuela, lo manda a llorar a cuartito. Veremos. No tiene pinta. Pero el matón del barrio, también se oxida.

Sin los pies en la tierra

Ayer, después de una mañana linda con su hija en un sitio horrible que, sin embargo un par de veces al año visita para comprar reponer bichear, Ventura recibió un mensaje de ella escueto: “papá, en septiembre viene Héctor, el hijo de Nieves (también de Baldomero, pero su fuente de información lo ignora porque aquel loco bajito de sonrisa amplia y generosa trabajaba por la noche en un hotel de Avenida de Mayor y su fuente, que Ventura conoce bien, lo ha borrado de su memoria infantil, sacándolo de la épica familiar y vaya uno a saber piensa Ventura aunque sepa el por qué)”. Y con su habilidad de internauta le retruca: “¡y quiere verte!”. Ventura contesta con un lacónico bárbaro. ¡! Sin texto, como sí fuese que los muertos se levantasen desde la tumba de la memoria tras 50 años, como si su teoría laicista se hiciese mierda y a los 50 años resucitase, como si Linterna Verde saltase del papel a la vida con ese mensaje. Otra vez, por suerte o no, sí por suerte por qué, al fin y al cabo, la vida compartida en breves instantes fue-la recuerda-la ha soñado-rememorada-idealiza-reído parte de su existir. Héctor fue el primo mayor, el porteño, el que me hizo hincha de San Lorenzo a contracorriente de todos (a la mierda Racing, Boca, River, Ferrocarril Oeste y Argentinos Junior, el cuadro del viejo que pintaba bien en la largada, pero no fue) y sólo porque era el suyo, el de fútbol entre gurises en la calle Lanza de su Nueva Pompeya, barrio popular donde Héctor, así lo veía Ventura, era el más popular el más jodón el más simpático, el más. O así lo recuerda Ventura hasta que se murió, aunque no sabe quién lo hizo primero. Resucitar para los migrantes no es fácil, no son tres días y a bailar otra milonga, pero está bueno porque limpiamos nuestras miserias o grandezas que son tan efímeras y nimias que, bueno, te sacan los pies de la tierra.

Remar remar remar

Ventura despertó. Por fin una mañana sin niebla, por fin sin la incertidumbre de topar contra una proa negra, rasgadora metálica oxidada, por fin sin el temblor de su mano derecha, la limitante la herida la falta de riego de la cabeza hasta su pulgar, por fin sin el miedo a escribir en el aire y en esa libretita negra, sin espacio llena de marcas, propia. La mano venía mal antes del accidente. Pero el accidente lo jodió. El puto accidente que visto ahora y no con los ojos de ayer, nomás, le parece justo y no susto, compendio de malas decisiones y pasiones, no malas pero equivocadas, arrancadas mucho pero mucho antes de hacerse a la mar, en un fatídico año que el calendario marcaba con el 73, el del inicio de la dictadura, el de la marcha de su casa, el de inicio de su vagar por orillas de diferente acentos e idiomas, el de ya no pertenecer, el de volver volver volver al paisito que lo acunó en busca de manos que lo acariciasen lo contuviesen lo amasen. Sí, está convencido que, en breve, cuando despunte el sol, sabrá perfectamente su posición en este inmenso Atlántico. Sus dos piedritas siguen en el bolsillo de su jean, bien sobadas por sus dedos hasta el fin de sus días. Piedritas portuguesas, su única buena decisión en 63 años de vida. No lo saben, pero las ama. Cosas del tiempo o de la edad o de la vida que les toca vivir, está convencido Ventura y lo dice en voz alta, aunque sus oídos lo sepan. Cosas de la barca, ríe Ventura. Y se promete sin engañarse que ahora, en este puto ahora y para siempre, volverá a remar remar remar. Remar remar remar porque está fuerte ligero y siente los remos entrar en la mar y arrastrar el agua con dirección a un destino, su destino, el que equivocó aquel día de su partida a navegar arrastrado por los vientos.

Vender vender vender para seguir siendo ciego

Seré breve. Hará una década, moneda arriba moneda abajo, me encargaron escribir un guion de un vídeo para una oenegé, de esas que con un lindo nombre se venden como testaferro de fundaciones de bancos y aseguradoras. El vídeo serviría para que otras oenegés comprasen el sistema de reconocimiento facial (biometría) de los niños en situación de calle en la India. Estaba en la llaga, la llaga, llaga, que justifica mi acceder al encargo, pero mi curiosidad, gratis y fresca, también me movió. La cuestión es que mi necesidad de información les obligó a decirme sin decir los motivos reales: el plan era hacer que los voluntarios (blanquitos y deseosos) trabajasen primero con 140.000 niños en India y que con sus teléfonos pudiesen reconocer a los niños en calle con sus patologías y aplicar o no tratamientos.

Prueba piloto.

Porque el negocio era mucho mayor ya contemplaban Asía y América (no la de arriba, la que existen de Río Grande al sur), lo que daba unos 140 millones de persona. 140 millones de personas documentadas en paralelo. Pero mucho mejor. A golpe de una foto. 140 millones controladas sin pasar por una comisaria ni frontera. 140 millones de personas de nacionalidad bancaria.

Por un plato de comida una cama un lugar en una escuela.

Hice una mierda, igual lo pagaron.

Hoy asistimos a una campaña de otras compañías que por una criptomoneda (valor sin valor de 60 o 70€) han generado interminables colas para que jóvenes vendan su iris, su ojito, el cervecero el ébano o celeste que también lo hacen los nórdicos. Sin dolor y contentos de hacerlo porque qué más da, qué daño puede hacerles.

Error.

Esa criptomoneda, si alguno de ellos puede entenderlo, los atrapará, los fagocitará de hoy en más. Pero vivimos en épocas, todavía nuestra capacidad de imaginación no aplica a lo que vendrá, que lo importante es seguir ser más piolas que piolas, repiolas, y ser devorados es un escenario que no se entiende.

Ni se quiere, qué más da.

La bandera de largada está en todas partes. La internet ya no es gratuita. A cambio de acceder a páginas te pide que consientas al algoritmo conocer a qué hora te sentás en wáter. O peor, que les pagues por los contenidos que desde su creación los vendieron como gratuitos. Y si no podes, te dan generosamente la opción de optar por sus cookies (nombre estúpido pero dulce…).

Prometí ser breve y cierro. Vender vender vender para seguir siendo ciego probablemente no le interese a nadie. No sé si suenan las criptomonedas en el bolsillo, tampoco lo quiero saber. Pero sé cómo suena las carcajadas de los parásitos que las provocan y que su luz no le queda poco trapo.

Flênaur de profesión

Ahora que las nieves del tiempo blanquearon mi sien surge, ¡bah! siempre ha estado ahí y pocas veces le he encontrado acomodo sin esa necesidad perentoria de ir tras el pan, maldito pan distorsionador educador dador de objetos que disturben acumulan polvo y olvido, ¿cuál es mi profesión?, la elegida y querida, la única sin escrito sin profesores sin examinadores alcahuetes aduladores detestadores de mi cuerpo por el mero hecho de ser un tipo más. Surge la respuesta y es tan sencilla que estremece: flâneur, vagar por las calles, callejear sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso. Sencillo. Es lo que realmente desde mi niñez me ha llenado, caminar sin rumbo. Lentamente. Porque caminar no es ir no es correr no es una cinta transportadora cruzando el puente de Waterloo vuelta masa arrasadora para llegar a la oficina. A tiempo. Ni tampoco el síndrome del retornado como un día creí a un buen psicólogo que ahora sólo lo percibo con sus libros de facultad y planillas llenas de cuadraditos para marcar con una v sus aciertos con mis necesidades. No, no caminaba para encontrar mis recuerdos montevideanos de un mundo inexistente. Caminaba porque desde niño camino porque es una gran pantalla inmersiva interactiva táctil y yo, bueno, un simple espectador sin entrada colado agradecido. Una pantalla que nunca serán capaces de imitar los guruses de inteligencia artificial. No, ellos tienen su gran público y yo no les pertenezco. Tocan respiran lamen miren oyen lo creado para ser tocado respirado lamido mirado oído sin matices sin salitre quemado por el sol, sin texturas donde perderse, sin palabras cruzadas, sin sonidos entreverados. Sin drama. Es cierto, me gusta la mar que no es el mar. Me gusta el río que justo lo veo con ojos de niño coma la mar. Sus pescadores de radio y mate. Me gusta pasmar entre el pasado y el futuro del urbanismo. La banqueta en la puerta que cuando llega el buen tiempo se vuelve living en la vereda. Me gusta cruzar la mirada en encuentros e imaginar las vidas de encontradas, a los gurises dueños de las esquinas tomada litros cerveza escuchando a todo volumen, como los hacíamos nosotros para reivindicar nuestro derecho de ser y  joder a la vecindad, me gusta robar discusiones tras los ventanales de los boliches y también curiosear viejas vidrieras con sus aromas vetustos, me gustan los nuevos residentes que son igual que nosotros buscadores de futuros, me gustan ver a los chorros campaneando un rapiña, me gustan todos y todas, las baldosas rotas, los arboles que las rompen a cambio de darnos un respiro de sombra en verano, los apretones sin disimulo llenos de pasión, sin edad. Me gustan los relatos paridos de tantos realidades que alguien sin mirada puede tachar de costumbristas. Y todas ellas son infinitas hasta que un mal ataque vuelva y cierre definitivamente mis ojos. La respuesta es sencilla y aunque tarde: soy flâneur de profesión.

Un alfajor

Ventura observa sobre la mesa negra de su living-salón-cocina-estudio, un paquete plateado solitario como un diamante desnudo que no recuerda como se plantó. Pinta frágil y, sin embargo, provocador. Cree recordar, por mentirse nomás, que la máquina que lo ha envuelto fue un logro después de cientos de pruebas para que el resultado imitase a la perfección las manos de aquellas mujeres que en su infancia los envolvían con extrema delicadeza antes de la llegada de esas mecanizadas que las expulsaron de sus trabajos. Pura mentira romántica, pero no tanto. Y lo mira sin poder dejar de perderse en Mar del Plata, una ciudad que conoció con 11 años, cuando empezaban los 70, cuando conoció a su viejo feliz, pero feliz de verdad, con sonrisas abrazos charlas, dando la cara por mis ganas de apretar el mundo en cumpleaños de los hijos de sus amigos expatriados como él hechos barra en una ciudad que en invierno era solitaria y en verano multitudinaria (creo recordar que el 1 de enero, los 404 kilómetros la ruta 2 desde la Capital Federal se convertían en una sola mano con rumbo a Mar del Plata y salir de ella era posible dando una vuelta hasta Tandil hasta la ruta 3). Pero no me hagan caso, aunque estoy muy desubicado. La vieja también estaba feliz aunque su impostura madrileña, ni en Montevideo ni allá le daba para más que sonrisas despistadas. Cosas de los viejos que se veían sin comprender (el tiempo y la calle me dieron las claves y lo dejo pasar como cosas de viejos, que ahora son mías). Este maldito exquisito solitario sobre la mesa ese cómo un cine sin necesidad de pantalla por donde van pasando la calle Entre Ríos al 2000; o por Moreno a la explanada de la playa Bristol, única cancha para jugar para jugar sin enfrentar miles de piernas en la orilla; colarnos en la guardería del hotel, gran hotel Provincial que seguramente hoy tendrá siglas internacionales; la Avenida Colón y Las Heras donde ponía mi puestito callejero para vender revistas de moda usadas con sus figurines; las galerías sobre todo la Sacoa del viejo y mis aspiraciones de ser ascensorista; el puerto con sus restaurantes junto a los pescadores; y la Avenida Constitución llenas de boîtes prometidas para un futuro incompleto al que nunca he llegado.

Es curioso lo que un alfajor, de las raras excepciones que Ventura hace con los dulces, le alimente la memoria. Como suele decir, mentira porque ya no dice nada con dulce de leche y menos Havanna: subí a su edificio que en lo alto de sus 40 pisos casi tocaba el cielo y me quedé absorto soñando que mi mundo no podía cambiar. Y no lo hizo tan solo nosotros lo hicimos y por momentos creo que para mal.

Iemanjá

(soy ateo. Rabiosamente impíamente razonadamente ateo. No siempre fue así creo recordar. Sí, de botija la vieja (se le podría aplicar, al revés, los calificativos para su necesidad de gurús) me mandaba arrodillar y pedir disculpas o dar gracias al costado de la cama con padrenuestros y vírgenesmaría (mal asunto para los padres conventuales que al final ni mi vieja ni yo compramos los boletos de la rifa final), mis diminutas manos juntas y persignaciones finales. Soy ateo por obra y gracia de mi barrio, de los sonidos de las lonjas de los vecinos, de mis ganas de predebutante de conocer más allá de la línea del horizonte, de la tiranía de la vieja, de las muchas intersecciones con baldosas mojadas del Sur, de mi querida Rosa, macumbera de profesión). Hechos los descargos, tengo que decir que nunca falto cuando la vida me arroja a Montevideo, por esas casualidades, a Jackson y la Rambla junto a la playa Ramírez, cada 2 de febrero para participar de la fiesta a Iemanjá. Sin participar –pero con ganas aunque nunca lo haré – del rito, después de ver a los miles de umbandistas reunidos, me siento en el muelle durante horas viendo sus dinámicas, su fascinante puesta en escena de los altares, sus tambores, sus vestimentas y sus ofrendas embarcadas en barquitos que se hacen a la mar porque Iemanjá, sincretizada tras Stella Maris, es la diosa del mar y, bueno, la mar tira me tira me tirará. Decía el sociólogo Roger Bastide que los buques negreros transportaban a bordo no sólo hombres, mujeres y niños, sino también sus dioses, sus creencias y su folclore, detalle no menor y rara vez cuestionado cuando de negros esclavos se trata vueltos humanos, iguales a otros y no animales de carga (esa sensación visible tocable y respirable hoy con las pateras que arriban a las costas europeas). Quizás por ello, por la necesidad de respeto a sus creencias, voy. Pero hay más, porque la Umbanda es la primera religión afroamericana desde su creación allá por 1908 en Niterói, en la orilla norte de Guanabara, frente a Río de Janeiro, apelando a los caboclos indios, a los pretos velhos y a los exus de la naturaleza. Tres personajes igualmente maltratados ayer hoy y mañana. Pero hay más y quizás lo que más me entusiasma ver es a los gurises del barrio que, seguramente si en mi infancia también participaría, esperan a que los barquitos se alejen de la costa para tirarse al agua y saquearlos. Iemanjá, justicia poética.

el gueto

Vivimos tiempos donde la imagen todo lo puede, y más ahora que la inteligente virtual creada inventada pactada define hace lindas y lindos buenos apetecibles razonables dignas e indignos valora juzga y sojuzga motiva ilusiona mueve mariposas en los estómagos y es amada. Y por cada uno de los adjetivos antes descritos su contra, el horror de verse en frente al espejo malparido malcrecido malevolucionado malquerido malescuchado malcomido malamado, mala o malo. O lo que en términos internacionales, cuando decimos (o pensamos o prestamos oído) que los otros son como nosotros -y eso no puede ser aunque seamos todos una misma especie- lo reducimos a esa miserable categoría de terroristas, los que ejercen el terror y son merecedores de una respuesta terrorífica, de muerte de niño herido sin parientes sobrevivientes, de hambre que no se considera maltrato ni tortura, de miseria desplazamientos sin techo,  de enfermedades… Es un tema de imagen que los hace tan insensibles. Lo vemos en más de veinte años de muerte en la mar, en los refugiados, en las listas de terroristas que publica Naciones Unidas (que podía llamarse Occidente Unido) y en cada uno de los países de ese poniente absurdo. En estos poco más de 100 días de terror que Israel lleva acometiendo sobre Gaza, sobre más de dos millones de personas invocando el derecho de respuesta (no sabía que existiese ese derecho y menos su fundamentación, pero que Biden a la cabeza de líderes europeos invocan), me provoca náuseas la falta de reacción de la población. No sé, quizás por haber vivido 60 años y monedas, de ver movilizaciones, de ver solidaridad, no sé, de sentir el calor de otras épocas frente al terrorismo de Estado que duele especialmente esta situación que no es nueva pero que parece ser que para muchos sí y que no rasga el estómago para que vuelen esas mariposas como antes. Esos rubios o pieles claras son la imagen, pero ni son rubios ni pieles claras y saben porque lo padecieron como víctimas frente a otros verdugos en guetos (y no una vez, llevan más de cinco siglos desde el primero de Venecia cuando los Reyes Católicos los expulsaron). Hace 80 años se levantó el Gueto de Varsovia y no eran terroristas. Hombres mujeres y niños sufrieron la implacable respuesta de los alemanes. El gueto de Gaza hoy sufre la misma respuesta. Pero no, porque los miles de niños muertos, sus familiares y los que portan un arma son terroristas. Será la imagen, o no.

Deliciosa, recuerda

Deliciosa fue, bien o mal, la reacción que desde mi estómago a mi mano pasando por mi cabeza (no puedo decir que acertadamente dubitativamente claramente porque aún desconozco su estado [a veces creo que vuelve a ser y otras parece que sigue buscando entre tinieblas]) la nota que hace unos días leí en un diario sobre lo que representaba los recuerdos de las comidas familiares o no: de la comida heredada y que, para mí, es todo un aprendizaje como si alguien te explica física cuántica y la entendés en tu realidad de anormalmente normal.

Deliciosa fue, bien de bien y más porque distan diez mil kilómetros de mi actualidad, estos días de recuerdos de la juliana (no me gusta porque tiene un ojo duro y del otro no digo nada por que sólo tiene uno, cantito con los viejos intentaban que la risa ayudase a convencerme de que estaba rica), del tuco para los ravioles del domingo, de los canelones de verdura, la pascualina más rica fría, de la pasta frola de las tardes para el té y que Rosa nos enseñaba a amasarla para galletas y sobre las baldosas de la cocina. Pero especial recuerdo tengo de las milanesas (las de la vieja eran insuperables aunque de tanto romper las pelotas un día me enseñó a hacerlas con siete u ocho años y me sumé al ranking [cosa que he repetido con mis gurises]), finitas con papas fritas, de la pizza y el fainá que poniendo cara de bueno iba al Hispano (me río de los just eat y demás delivery) a comprar. Y por supuesto, la estrella montevideana eran los asados que desde media mañana le daban ese gusto especial a la ciudad porque además de parrillas estaban las obras donde el almuerzo era el medio tanque donde arrimar unas tiras de asado, chorizos y morcillas (los chinchulines, mollejas, riñones eran hogareñas). Seguramente la memoria me flaquea y hay muchas más cosas pero por ahí, leída la nota me vinieron centradas para cabecearlas. Deliciosas.

“Pero A fuego lento desata también otras nostalgias. La de todas las mujeres próximas que cocinaron para ti, creando una corriente de amor a través de bacalaos al ajoarriero, empanadas caseras y croquetas de rapante sin los que, seguro, serías una persona peor”. Tiene razón, mucha deliciosa razón, aunque nuestros jugos gástricos se exciten con campanitas diversas. Brindo por que nunca se nos olviden sí es posible, claro, porque detrás están personas vivencias amores y es deliciosa, recuerda.