Un alfajor

Ventura observa sobre la mesa negra de su living-salón-cocina-estudio, un paquete plateado solitario como un diamante desnudo que no recuerda como se plantó. Pinta frágil y, sin embargo, provocador. Cree recordar, por mentirse nomás, que la máquina que lo ha envuelto fue un logro después de cientos de pruebas para que el resultado imitase a la perfección las manos de aquellas mujeres que en su infancia los envolvían con extrema delicadeza antes de la llegada de esas mecanizadas que las expulsaron de sus trabajos. Pura mentira romántica, pero no tanto. Y lo mira sin poder dejar de perderse en Mar del Plata, una ciudad que conoció con 11 años, cuando empezaban los 70, cuando conoció a su viejo feliz, pero feliz de verdad, con sonrisas abrazos charlas, dando la cara por mis ganas de apretar el mundo en cumpleaños de los hijos de sus amigos expatriados como él hechos barra en una ciudad que en invierno era solitaria y en verano multitudinaria (creo recordar que el 1 de enero, los 404 kilómetros la ruta 2 desde la Capital Federal se convertían en una sola mano con rumbo a Mar del Plata y salir de ella era posible dando una vuelta hasta Tandil hasta la ruta 3). Pero no me hagan caso, aunque estoy muy desubicado. La vieja también estaba feliz aunque su impostura madrileña, ni en Montevideo ni allá le daba para más que sonrisas despistadas. Cosas de los viejos que se veían sin comprender (el tiempo y la calle me dieron las claves y lo dejo pasar como cosas de viejos, que ahora son mías). Este maldito exquisito solitario sobre la mesa ese cómo un cine sin necesidad de pantalla por donde van pasando la calle Entre Ríos al 2000; o por Moreno a la explanada de la playa Bristol, única cancha para jugar para jugar sin enfrentar miles de piernas en la orilla; colarnos en la guardería del hotel, gran hotel Provincial que seguramente hoy tendrá siglas internacionales; la Avenida Colón y Las Heras donde ponía mi puestito callejero para vender revistas de moda usadas con sus figurines; las galerías sobre todo la Sacoa del viejo y mis aspiraciones de ser ascensorista; el puerto con sus restaurantes junto a los pescadores; y la Avenida Constitución llenas de boîtes prometidas para un futuro incompleto al que nunca he llegado.

Es curioso lo que un alfajor, de las raras excepciones que Ventura hace con los dulces, le alimente la memoria. Como suele decir, mentira porque ya no dice nada con dulce de leche y menos Havanna: subí a su edificio que en lo alto de sus 40 pisos casi tocaba el cielo y me quedé absorto soñando que mi mundo no podía cambiar. Y no lo hizo tan solo nosotros lo hicimos y por momentos creo que para mal.

Publicado por

carlosdeus

Periodista independiente

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