Iemanjá

(soy ateo. Rabiosamente impíamente razonadamente ateo. No siempre fue así creo recordar. Sí, de botija la vieja (se le podría aplicar, al revés, los calificativos para su necesidad de gurús) me mandaba arrodillar y pedir disculpas o dar gracias al costado de la cama con padrenuestros y vírgenesmaría (mal asunto para los padres conventuales que al final ni mi vieja ni yo compramos los boletos de la rifa final), mis diminutas manos juntas y persignaciones finales. Soy ateo por obra y gracia de mi barrio, de los sonidos de las lonjas de los vecinos, de mis ganas de predebutante de conocer más allá de la línea del horizonte, de la tiranía de la vieja, de las muchas intersecciones con baldosas mojadas del Sur, de mi querida Rosa, macumbera de profesión). Hechos los descargos, tengo que decir que nunca falto cuando la vida me arroja a Montevideo, por esas casualidades, a Jackson y la Rambla junto a la playa Ramírez, cada 2 de febrero para participar de la fiesta a Iemanjá. Sin participar –pero con ganas aunque nunca lo haré – del rito, después de ver a los miles de umbandistas reunidos, me siento en el muelle durante horas viendo sus dinámicas, su fascinante puesta en escena de los altares, sus tambores, sus vestimentas y sus ofrendas embarcadas en barquitos que se hacen a la mar porque Iemanjá, sincretizada tras Stella Maris, es la diosa del mar y, bueno, la mar tira me tira me tirará. Decía el sociólogo Roger Bastide que los buques negreros transportaban a bordo no sólo hombres, mujeres y niños, sino también sus dioses, sus creencias y su folclore, detalle no menor y rara vez cuestionado cuando de negros esclavos se trata vueltos humanos, iguales a otros y no animales de carga (esa sensación visible tocable y respirable hoy con las pateras que arriban a las costas europeas). Quizás por ello, por la necesidad de respeto a sus creencias, voy. Pero hay más, porque la Umbanda es la primera religión afroamericana desde su creación allá por 1908 en Niterói, en la orilla norte de Guanabara, frente a Río de Janeiro, apelando a los caboclos indios, a los pretos velhos y a los exus de la naturaleza. Tres personajes igualmente maltratados ayer hoy y mañana. Pero hay más y quizás lo que más me entusiasma ver es a los gurises del barrio que, seguramente si en mi infancia también participaría, esperan a que los barquitos se alejen de la costa para tirarse al agua y saquearlos. Iemanjá, justicia poética.

Publicado por

carlosdeus

Periodista independiente

Deja un comentario