Jabón de Alepo

A la vuelta de casa estaba el almacén de El Turco Alí. Un fascinante espacio estrecho y profundo que estimulaba los sentidos de mi infancia. No era el almacén de a diario. Cuando íbamos se mascaba una celebración. Sus estanterías, de oscura madera, llegaban hasta el techo y como en las librerías, una escalera acercaba los ejemplares enlatados o embotellados de gastronomías infrecuentes que de “yapa” siempre provocaban un cuento, un recuerdo en forma de relato de los abuelos, de los viejos o de algún invitado al convite. Una forma más de descubrir el mundo y sus historias desde una aparente lejana ciudad del mundo, Montevideo.

En el almacén de El Turco Alí estaban los arenques y el bacalao de una Noruega de fiordos, nieve y mares embravecidos emparentadas con los cuentos de Bergen y la llegada a la Patagonia, las sardinas, bonitos y berberechos de unas Rías gallegas de lluvias perennes, los vinos y espirituosos de una Francia de postguerra, de una Selva Negra nazi o de la Escocia irredenta y fundamentalista. Y para mí, aún oyente en construcción, los aromas exóticos de las especias que Alí, con sutil elegancia, transmitía como parte de un conocimiento secular, como un regalo de su tierra. En cajas metálicas con ventana de vidrio yacía el cilantro, la cúrcuma, las distintas canelas y pimientas, comino, zumaque, azafrán, harissa, sésamo, tomillo y el ras el honout. Cada vez que destapaba una de ellas una nube invisible nos invadía y por ahí comenzaban sus cuentos de recetas que lo retrotraían a su infancia de olivos y pistachos. Ventajas de crecer entre migrantes; tener un mundo diverso a la vuelta de casa.

Cuando el televisor con sus cuernos y mesa portátil se sumó al diario de la mañana y al vespertino, el Medio Oriente se hizo imagen real y animada en mi vida. En el protagonismo mediático sobre la crueldad humana se fue haciendo un hueco entre un Vietnam de prime time y la guerra sucia en los barrios más próximos de mi vida. Desde el principio de mis recuerdos hay dos imágenes que se han ido repitiendo y consolidando y contra las cuales he luchado para no prejuzgarlas como anónimas y de ficción, que la mente es muy tramposa. La primera de ellas es la de una multitud que corre llorando y exclamando piedad a sus cielos tras un padre con un niño inerte, ensangrentado y lleno de polvo en brazos. De gurí me identificaba con el cuerpo agonizante que ya no jugaría al fútbol ni a las bolitas, ni se comería más los mocos. En la juventud era parte de la multitud que reclamaba auxilio y venganza. Bronca, ganas de agarrar un arma y pelear. Ahora, es la desesperación en el rostro del hombre o la mujer que he llegado a mimetizar con mi condición de padre. Cuarenta años, diferentes países de un mismo espacio y miles de imágenes que retengo.

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La segunda imagen que sigue asolándome es la de una avenida llena de edificios casi derruidos por todo tipo de proyectiles en un incesante acoso. Ciudades que tras siglos de conflictos tienen casi una concepción de arquitectura efímera que se destruye y construye, resplandece y se opaca y, cobija y mata. Es la desolación lenta y programada que va agujereando, cada día un poco, el espacio común donde antes había encuentros y relaciones. Así fue en las ciudades palestinas, libanesas, afganas, iraquíes, libias y ahora yemeníes o sirias, como Alepo. Y otras están a la espera.

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Como los cuentos de Alí, que era sirio y no turco, o de los mayores de mi infancia la letra se ha ido por donde quiso que, al fin y al cabo, es un síntoma de libertad y también de ser un pesado. Y es que en ese almacén también comprábamos un jabón milagroso de oliva y laurel bueno para la piel delicada de la abuela, para hacer sedoso nuestro cabello y para mis cicatrices callejeras. Un jabón que dicen milenario. Que casi había olvidado y que ayer, sin querer, recordé con su verdoso y tosco aspecto: el jabón de Alepo.

Normalmente, anormal / Qué más da quién, no se puede

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Hasta las pelotas de posicionamientos. De buenos y malos. De regulares. De putos intereses. De lo hago porque prevengo. De qué en el fondo si no lo hago después vienen a mi barrio y arman un quilombo de muerte y destrucción. De qué ahora te pongo niños en la pantalla y te ablando. De la mierda de la geoestrategia. De ahora es noticia y antes no. De los ritmos, de las prioridades de los planos que no son secuencia. De descubrir lo que siempre estuvo ahí, en la esquina de tu casa pero que nunca lo viste porque vivís yendo de la cama al living. De los me gusta y de las caritas tristes. De la sensiblería adquirida y programada para el ahora y para otra esquina mañana.

Qué mas da quién, no se puede. Punto. Ya está bien de seguir viviendo a la contra, al menos malo, al que más mantiene las formas. No se puede tolerar la destrucción ni los tiempos con los que se lleva a cabo. No se puede bancar a un Al Assad ni a un Putin, ni a un pusilánime Obama, ni a un electo neofascita Trump, ni a un estúpido Hollande, ni a una perversa Merkel, ni Arabia Saudí, ni a un ISIS, ni a un Erdogan, ni otros cuanto que ahora en Alepo pero antes en cientos de ciudades de la periferia de una maldita down town hacen de la muerte de las personas un canalla reality show de ediciones interminables. Hace tiempo apagué el televisor y no por ello me dejan de doler pero no les doy rabia, mi bronca marcada como aviones derribados porque ese es el juego y las futuras victimas ya tienen su fecha de defunción marca. Qué más da quién, no se puede.

 

El laberinto de Halab

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Huele a aceituna y pistacho cuando el dulzón hedor a muerte se retira en este cruce de caminos. Así ha sido en la historia. La misma que muchos han tomada prestada para explicarse unas raíces en su inventado árbol de la sabiduría. Centralidad entre Oriente y Occidente. Tierra en disputa perenne. De nadie y de todos. Inexplicable. Cada amanecer, ahora que el sonido del combate busca salir de ese laberinto borgiano, un hitita descarga su patrimonial ira contra un amorita, pared con pared de singular duelo entre asirios y persas. En frente, cruzando ese boulevard francés de la fue también Beroea y que hoy son escombros de cemento y hierro forjado, imperios de las periferias, sus hijos y hasta nietos, también imperios, clavan sus dagas con la ferocidad del conocimiento. Cruce de caminos. Tierra de reyes y peor, de dioses. Y en nombres de éstos, seres invisibles llenos de preceptos, los olivares y pistacheros son devastados para que la muerte alcance las alacenas de los creyentes. El miedo se alimenta con odio. Odio heredado. Cuentas pendientes. Ya no hay formaciones de los que van a la muerte, ni estandartes cruzados, ni mamelucos eslavos, ni cabalgan desbocados los jinetes de Hulagu, ni cristianos, hebreos, coptos, islámicos, ni turcos bizantinos y antes otomanos. Y sin embargo, están todos, atrapados en este laberinto sin muros donde nunca se deja de estar en el centro. Mestizos a la fuerza por su historia. Buscadores de una cruel pureza yacen con sus violados cuerpos en contenedores funerarios.  Anochece en el laberinto de Halab que hoy es Alepo. Miles de niños, mujeres y hombres morirán mañana y en otros mañanas en nombre de sus dioses y habrá un después, el mismo después que se repita desde hace más de 4.000 años, que el cruce de caminos de este  laberinto, volverá a impregnarse de olor a aceituna y pistacho.

Normalmente, anormal / Se equivocó el AVE, se equivocaba

 

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El jueves viajé a Madrid. El aeropuerto tenía niebla. Solo el aeropuerto. No era de esas cerradas que previenen sobre cancelaciones. No. Bueno, en realidad el aeropuerto es un magnifico parking, envidia de muchos, y una pistita con muchas luces carnavaleras que, por lo visto, no sirven para un corno. La primera opción Compostela. También cerrado. También, solo el aeropuerto de Compostela. Desde la autopista, la ciudad está soleada aunque el sol andaba jugando a la escondida. Al final, Vigo. Autobús y hora y media de trayecto. Estupendo, repasar historias de trabajo mientras el pasaje devora sus celulares (supongo que ya abrió Wall Street o están repasando como cerró Tokio o en sus jiji o jajajas de caritas de las mensajerías telefónicas o en los otros mundos paralelos que nunca vivirán pero que las redes le muestran). Avión y Madrid.

El trayecto, pena de autopista y no autovía, se salpica de estupendos polígonos por estrenar. Sus farolas son púas puercoespines. Sus asfaltos, rodeados por la pelambrera del pasto crecido, se han vuelto piel de armadillo. ¡Cuánta plata al carajo! La terminal de Vigo nos empequeñece. Ancha y grande. Vacía. Más plata al tacho.

Las tierras septentrionales del reino están llenas de odas al despilfarro. Aeropuertos, puertos, polígonos, auditorios, museos… Pero están. Y habrá que racionalizarlas, darles algún sentido aunque la pulsión nos dicte dinamitarlas y con un reconfortante  “va de vuelta”. Hay que hacerles el aguante y la verdad, ni viejos ni jóvenes, ni antiguos ni nuevos, ni conservadores ni progresistas, tienen genitales para encarar lo que sabemos a ciencia cierta que hipotecará, por su mantenimiento, las vidas de quienes nos sucedan. Somos cortoplacistas y ya se las arreglarán (mientras nos paguen la jubilación, todo bueno).

El reino les coló a las autonomías, que estaban y están en la luna de Valencia, un trazado de infraestructuras radial que condena a la periferia a no tener alternativa que alimentarse por un cordón umbilical al ombligo de España, Madrid. Solo el corredor mediterráneo, invento de los franceses, es una alternativa transversal que recoge y da servicios a varias comunidades territoriales. Y es lo único que Europa, que está llena de expertos sin sentido común pero que a veces cae una persona despistada para aplicarlo, potencia y promociona como gran entrada desde Algeciras a Port Bou y de ahí hasta la casa de Merkel. Por el contrario, nadie habla de un corredor norte que desde Portugal a Hendaya, también le toque el timbre a la hija del predicador.

Un corredor norte ferroviario, de velocidad alta, sostenible por definición, una costura que ordene con racionalidad tanto vestigio que se oxida y que, en el caso de Galicia, le de una lógica a los nueve puertos (cuatro de ellos en menos de 14 km y dos del paquete), dos con industria naval y todos ellos con relevancia pesquera, al “puerto seco y vacío” de Monforte, a los tres aeropuertos internacionales, a los cientos de polígonos, a las decenas de recintos feriales y congresos que yacen en el ostracismo, a los modernos y acallados auditorios, al sarampión de instalaciones culturales coronadas por la megalomaníaca Ciudad da Cultura, al sinfín de despropósitos que si bien producen votos no conducen a nada. Por no hablar de siete ciudades desconectadas y aisladas que son como siete novias para ningún hermano.

Un corredor norte que no lleve a Madrid, que permita, a falta de una industria potente, una plataforma logística atractiva para Europa. ¡Ay, no! El AVE irá y vendrá a Madrid, más que como una posibilidad de llegada una oportunidad para la fuga. Y habrá banderitas y discursos para inaugurar una cadena a la capital para que mercancías y personas sigan triangulando sus trayectos para conectarse con el continente. Y, por supuesto, reclamarán que se mantengan vuelos semivacíos entre Coruña y Bilbao porque el juego es tocar los genitales.

En el 41, Alberti escribió su poema La Paloma y hoy, y por desgracia mañana, recitaremos (con su permiso) que se equivocó el AVE, se equivocaba, por ir al norte fue al sur, se equivocaba…

 

Aylan y su caballo de Troya

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Durante cuatro años para Europa los refugiados sirios eran invisibles, desplazados de una guerra que encontraban seguridad en Turquía, Líbano y Jordanía, prinicipalmente. Si bien los datos apuntaban al drama en las fronteras, al censo de 2013 que elevaba  2.000.000 de personas refugiada en Turquía, el interés de la política internacional europea ponía el foco en Ucrania y otros conflictos, cuando no en Venezuela. La República Árabe Siria aun no estaba suficientemente destruida, había que vender armas a través del reino de Arabia Saudí y solo impactaba las esporádicas ejecuciones de occidentales, cuchillo en mano y emitidas por redes sociales, realizadas por esos soldados de uno de los tantos dioses que se dividen el mundo.

Hace unos meses se inició el éxodo masivo de la población en zona de guerra. Europa era un puente a cruzar sobre el estrecho del Bósforo, una precaria embarcación para navegar el Mediterráneo. El costo previsible, alto. Y Europa se despertó. Ya no eran africanos que nacen sin garantías internacionales, ahora avanzaban refugiados sujetos al amparo que una vez se firmó en la ONU.

Las escenas de miles de personas escapando de la muerte que conlleva la guerra, preocupó a los políticos porque todo éxodo implica transitar por otros territorios, por países europeos. Los desatinos, insolidaridades y hasta declaraciones xenófobas de los distintos gobiernos se fue tolerando entre reprimendas o llamadas a la cordura. Y, lamentablemente, llegó la imagen de Aylan. El impacto mediático derribó cualquier estrategia dilatoria para abordar la situación de miles y miles de personas. Es más, hasta se compitió por ser solidario y comprensivo (dentro de los parámetros europeos).

Ha pasado mes y medio desde aquellas imágenes. La lista de muertos ha seguido creciendo y la guerra tiene un nuevo convidado: Rusia. Reunidos los representantes políticos han decidido dar 3.000 millones a los turcos para que construyan campos de concentración para los refugiados. Crear una nueva línea Maginot que contenga a los que escapan del daño de las armas que se siguen vendiendo.

Por muchos niños que mueran, la imagen está quemada y los políticos se ven liberados de seguir actuando, con el consentimiento de la población que los votó, torpemente. Quizás, el cura de Valencia expresó correctamente la posición de los políticos europeos que ven en Aylan y demás refugiados a verdaderos soldados de un caballo de Troya que traerán a Europa un futuro mestizo. Terrible, convivir con estos otros soldados de otro dios que se divide el mundo.