Pienso para pobres

Recuerdo que cada mes, mi vieja y tías, acatando el mando de una tía abuela de facciones talladas a cincel y martillo, nos revisaban a todos mis primos bajo la mandíbula a la espera de detectar posibles indicios sobre el bocio. Era una costumbre importada de la Europa, carenciada por guerras y hambrunas, para evitar una enfermedad básicamente de pobres, de una alimentación con faltas de yodo. Ya no estaba el escorbuto, tan presente en los viajes oceánicos, y la lucha en el paisito se centraba en la hidatidosis y nuestra obsesión por la carne. En escuelas y medios de comunicación se nos informaba y a nadie se les escapaba el ciclo de esos gusanos que desde los excrementos de los perros, previo paso por la vaca o la oveja, nos llegaba a las panzas. Después llegó la cagada del cólera y así muchas otras que nos han tatuado la idea que la garantía viene siempre envasada.

Al mismo tiempo, arriba del Ecuador, donde habitan los pueblos económicamente desarrollados, la alimentación se habría paso como herramienta de igualdad. O eso decían. La comida engordaba y, ¡oh milagro!, elevaba la altura media de su ciudadanía, y eso era igual que decir que se era más y mejor (ya, ni qué decir las personas rubias, ojos claros y con más de 1,80m: ¡dioses cuasi extraterrestres!, oiga usted). Ya en los años setenta se sucedieron emergencias sanitarias derivadas de las mala praxis en la producción (sobre todo por la dependencia de la industria petroquímica aplicada a la alimentación), en la contaminación de suelos y acuíferos o en la publicidad engañosa. Pollos, huevos, verduras varias, pescado y carne. Casi siempre duraron unos titulares y naturalmente cayeron en el olvido. Fechas de caducidad, etiquetas sobresaturadas de información al pedo y campañas estatales, fueron los remedios. Todas a excepción de las “vacas locas” que inadvertidamente para la comunidad científica, médica y periodística había transformado a seres herbívoros en carnívoros. Ese fue un buen detonante (como anécdota, no puedo donar sangre por haber vivido en Londres durante aquella época [ni decir, venderla]). Ahora sabemos que el pescado grande viene lleno de mercurio y que embarazadas, mejor no tocarlo. Y del pequeño, para harina. Y por supuesto, que nuestras mascotas comen commodities equilibras. La comida es un llena panzas envasado. Y que la de verdad es cosa de ricos o funcionarios. Los supermercados cada vez tienen menos de fresco y no nos molesta. Qué la falta de aromas es una bendición para nuestros olfatos obturados de sustancias. Total, viviremos igual, año más, año menos y empastillados.

Volviendo a cruzar la línea ecuatorial (los humanos somos maravillosamente estúpidos más allá de territorios) hoy me desayuno con la propuesta del presidenciable brasileño y alcalde de San Pablo por las filas del liberal conservador (con lo que implica) partido PSDB, João Doria Júnior, conocido por quitar productos saludables de la merienda escolar y por reducir los alimentos orgánicos en las escuelas, para un nuevo plan alimentario. Consiste en pedirles a los grandes supermercados alimentos con fecha de vencimiento cercana. Con ellos se hará una pasta, se mezclará con una harina y se harán croquetas de alimento balanceado para pobres; es decir, pienso como los de las mascotas. Supongo en esta línea, y caso de ser presidente, aplicará el chip, los bozales, la esterilización y, cómo no, los pobres con correa (es de esperar que el pienso para pobres venga con plato hondo que es más cómodo para comer a cuatro patas). Lamentablemente no es un chiste y sí una muestra más de la anormalidad de los normales. La lista es grande. ¡Guau!

Publicado por

carlosdeus

Periodista independiente

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