Al sonar la sirena, un turno de cientos de trabajadores cruzan el umbral del astillero Harland and Wolff, en Belfast, desparramándose entre sus edificios de ladrillos, entramados de andamios y cunas llamadas diques secos. Hay dos barcos en construcción. Dos magníficos ejemplos de la superación. Los trabajadores lo saben y remachan millones de veces e incorporan mejoras nunca antes vistas. También saben de sus fragilidades, que construyen para ser superados. En las oficinas principales, lejos de los diseñadores, se categoriza el discurso para vender a la opinión pública: el mejor, el más grande, el invencible, el más seguro. Discursos creados por quienes no tocan el papel ni el metal.
La ficción cinematográfica plantea un discurso hiperbólico acertado. Es la máquina, vendida correctamente, la que otorga las sensaciones de los humanos que pasivos, deseosos de suscribir banderas, compran. En la proa del barco, DiCaprio, encarnando a un tahúr que aspira hacerse a sí mismo en el continente americano, asume que lo logrará siendo un mascarón de proa del Titanic y gritando: “Soy el rey del mundo”.
Hoy, DiCaprio es Trump. Exultante navega en ese transatlántico que es Estados Unidos, el más poderoso, el más moderno, el más seguro. Nada sabe ni pretende saber sobre los mecanismos, sus remaches, hoy soldaduras que entremezclan metales, la combinación de personas y materiales para dar forma a un gran navío. Él es un simple tahúr y sus horizontes son tan cercanos y monocromáticos que, dado sus resultados de enriquecimiento, los quiere replicar como método en la complejidad de una nación. Se diría que Trump también es un personaje de ficción, otro Jack Dawson. Y no lo es. Y sus trampas conllevan desgracias.
Desde su nombramiento, sus actos han sido un constante trepar hacia la proa. Ha eliminado normas sociales (olvidando a los de tercera), ha sido arrogante con sus pares sabedor que nadie iguala el porte del navío, ha mostrado simpatía por los jugadores que ya utilizan sus tácticas y, sobre todo, ha comprado, como en 1912, que no son necesarios botes salvavidas si se cuenta con mamparos de seguridad que aíslan de cualquier catástrofe.
En la proa de USA Line, Donald Trump grita: “Soy el rey del mundo” ignorando, que es lo más grave, la fragilidad de la cubierta que lo sostiene y la cruda realidad de que los icebergs son más grandes y poderosos en su obra muerta que en la visible, la viva. Y cuándo llegue la catástrofe las victimas serán las de siempre, las encerradas en esa gran tercera clase de precariedad absoluta entre tanto esplendor y lujo. Esperemos que el Carpathia este más cerca cuando comience a tocar la banda en el naufragio.