Antonio Catalán es anormal. ¡Qué suerte! Sus recientes declaraciones son una gota en el desierto de la normalidad reinante. Desde que Iglesias aggiornó oligarquía por casta para incluir a más sectores sociales en el bando de los estafadores de la democracia (aún hoy muchos lamen sus heridas y destilan odio por acuñador), nada serio se ha dicho hasta que Catalán, y de coté, llamó a empresarios y políticos “encapsulados”, incluyendo, obviamente, al propio Iglesias. Impecable.
Y ha trascendido porque Antonio Catalán es un empresario. Y de reputación. Con una trayectoria de éxito en la hotelería. Algo que se atraganta a quién quiera desprestigiar su opinión. Lo normal, cuando mucho, es pensarlo no decirlo. Pero lo dijo. Y con una normalidad pasmosa como cuando la evidencia de algo es tan abrumadora que driblarla es solo para la galería.
Encapsulados fue término para señalar que los políticos viven fuera de la realidad. Que no pisan la calle. Que están en un mundo paralelo. Y lo están. La precariedad vital a la que han conducido a millones de personas en estos años de crisis atenta a la línea de flotación de un sistema, la democracia, que dicen defender. Se les podría insultar pero parece más acertado verlos como encapsulados. Y lo están porque se ha generado un discurso estéril sobre el cual se debate mediáticamente.
La política es un “gran hermano” televisado en unas instituciones aisladas de la realidad diaria que padecen decenas de millones de personas. Un entretenimiento. Con jurados mediáticos que son la fusión de economistaspolitólogoscatedráticossociólogos (no tardará en crearse la facultad al uso o máster en alguno de los sembrados universitarios del territorio) y que entran en el debate del día a día de si uno le toca el culo al otro con una medida, si los movimientos bajo la manta conducen a un relación entre partidos o es puro sexo o, si la cámara que todo lo ve descubre que hablan a espaldas del otro para llegar a acuerdos (todo aderezado con lágrimas, risotadas, abrazos y miradas bajo el principio del carisma, del verbo fácil). Fuera de las instituciones, la vida es otra. Dura, a veces terrible y siempre invisible. Y como siempre, la levedad del accionar se justifica echándole la culpa a la audiencia que los ha votado.
Encapsulados bajo una parra arreglando el mundo con licor café o en los cenáculos tradicionales, barrocos de unos, cool de otros. Ajenos a la sensación de vivir y construir sin nada, a enfrentarse a un papel para diseñar una posibilidad, a trampear la situación, la emergencia, a sufrir sabiendo que nada se puede hacer por alguien, o que sí, y eso es desnudarse de dependencia y echarle genitales. Encapsulados porque no caminan para ahorrarse el autobús. Porque no escuchan las historias de quienes también son parte del equipo aunque no jueguen en el mismo puesto. Encapsulados.
Y los empresarios, también encapsulados. Abducidos por el discurso del negociante, el antiguo tratante de ganado, que avala cualquier medio y forma con tal de ganar dinero, que justifica la explotación de las personas, la evasión fiscal y sus paraísos. El empresario que calla cuando la patronal señala al trabajo de la mujer es causa del desempleo. El empresario clientelar, subvencionado, incapaz. El que reclama más reforma laboral sin entender que un salario digno le hará sustentable su empresa. Que un salario digno agilizará la economía. Que un salario digno permitirá mantener el sistema de pensiones. Que un salario digno recaudará más impuestos y con ello se mantendrá el sistema sanitario y la educación. Que, en definitiva, no entiende su papel clave para hacer un país posible, sustentable. Y no se corta citando a Ferrovial o Entrecanales como explotadores de trabajadores, dos acorazados de la marca España.
Qué estupenda anormalidad sacarle los colores a la normalidad yaciente. Decir que: “Tenemos que generar riqueza, beneficios y pagar impuestos para que el país funcione”. O que: “A mí la CEOE no me representa. No todo vale para ganar dinero”, o “si este país no chuta es porque los empresarios no generan más puestos de trabajo”.
En palabras suyas: «para hacer un país posible la gente tiene que poder vivir dignamente”.