Las medias puestas

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Hacía frío esa noche y su sensación térmica aún estaba más baja por la vaciedad del apartamento. Mientras le duró la alegría de la llegada, su íntimo festejo, la efervescencia de los proyectos que le provocaba aquel cambio en su cabeza y el chupe, infaltable el amarillo, el calor le ganaba el cuerpo. Fue justo al final, al retirarse a la pieza y ver el colchón en el piso que le cayó una sudestada gélida y al desnudarse, sin pensarlo, se dejó las medias puestas.

El cielo, veladamente estrellado, entraba en un contrapicado por la ventana al patio de luces y restregó sus piernas para ganar temperatura y seguir imaginando los días por vivir. Estaba contento. Nada seguro y sin embargo era como un descanso tras más de tres años manoteando entre el desempleo y la pobreza laboral. Nada seguro porque las deudas seguían ahí, los embargos y la incertidumbre de trabajar a resultados, esquivos, en manos de otros, ilógicos a su entender, caprichosos contra natura. Nada seguro pero contento. El cielo boreal es diferente. Hay que agarrarle la vuelta. Y al final, te da lo mismo que el austral, la certeza de que algo por ahí afuera está vivo como uno y no inquiere explicaciones ni porqués nunca enderezó su vida. La noche estaba fresca y como ya era la previa de la sonata, la del repaso juzgador, solo la opresión de las medias, que le calentaban en exceso sus pies, serenó el galope tendido de querer salir del agujero.

Sus medias puestas, justo arriba de tobillos, apretando los dedos y recalentando las palmas de los pies, le habían mantenido sano y con ganas mientras dormía sin zapatos y dentro de un sobre en el túnel de aquella estación de Irún. Fueron unos días antes de enganchar un tren que lo devolviese a Madrid. Los franceses los habían expulsado junto al Pocho Garrido por ilegales. Por culpa del Pocho y de hacerse notar. Por culpa que no lo era y si lo fuese, desde el minuto uno estaba olvidada.  La tentativa de sacar unos francos con la vendimia les había hecho viajar de acá para allá para terminar trabajando lavando arvejas para un tipo que había hecho plata en Argentina y que supo recordar su periplo de migrante. Complicado en estos momentos que alguien recuerde su pasado o el de quiénes forjaron su seguridad. El Pocho era un crack con la guitarra y si bien no sacaron dinero, vivieron entre guitarreadas con ingleses, campings cerrados por fuera de temporada y bandadas de desertores de los kibutz israelitas que habían idiotizado a jóvenes de medio mundo en búsqueda de la utopía personal y desoyendo las ráfagas de metralleta contra libaneses, sirios, jordanos y, por supuesto, palestinos. Para ellos valía la pena y no pocos terminaban incorporándose al ejército israelí. La anécdota preferida siempre tenía un fusil de asalto por el medio de la escena.  Pocho y él, tenían un buen arrastre con las chiquilinas y aquella sarta de estupideces le daba una ventaja a la hora de encarar. Además, Pocho era un crack con la guitarra.

Esposados y agarrados por el brazo los bajaron del tren que venía de Burdeos ajenos a la gravedad de la situación. Los veinte y pocos influyen. La lejanía, también. Media hora estuvieron sentados en la comisaria de la estación de Hendaya. El liceo quedaba muy lejos como para comprender esa lengua hablada con una aguja clavada en el paladar. A puro gesto los metieron en otro tren y en la frontera les devolvieron los pasaportes, le quitaron las esposas y les dijeron algo que sonaba a amenaza para no volver. Eso era fácil de entender en cualquier idioma. El tren solo los cruzaba a España e Irún su única parada. Llegaron temprano, después de la hora del almuerzo. La estación estaba concurrida por una treintena de varados. Portugueses y marroquíes en su mayoría, aunque también había algún que otro andaluz. Intercambiaron saludos y sus últimos cigarrillos apenas le duraron un rato. Tenían que hacerse un hueco en el varadero. Asis, un muchacho de Rabat que le daba bastante bien al español, le enseño los tres puntos clave: la cabina de teléfono trucada, un almacén que no ponían cara de asco y, fundamental, la oficina de correos. La vida iba y venía por las oficinas de correos. Esas que hoy parecen en desuso, a primeros de los ochenta era punto neurálgico si alguien todavía podía echarte una mano, un post restante, o un sello perdido que valía como plata. Todos los días unas horas se gastaban en la puerta entre mirar baldosas, charlar algo o, simplemente, estando. Para joder, nomás.  Antes de caer la noche les enseñó también las reglas de la estación, dónde dormía cada uno y de los lugares que quedaban disponibles, los mejores. Ahí se esfumó su intención de dormir en el carro para las valijas, una buena observación le señaló Asis ya que esa improvisada cama de madera con ruedas era ocupada por el tipo que más tiempo llevaba en la estación. Tampoco los bancos que, a pesar de sus listones, permitían estar lejos de la humedad del piso. Además, los bancos eran los últimos en desocupar lo que mantenía cierto calor humano. Asis ocupaba uno entre dos andenes centrales.  El interior de la estación cerraba con la última llegada.

Había cinco vías y tres andenes dobles unidos por un túnel. El pueblo, además de frontera, era dormitorio para laburantes de San Sebastián. Ellos eran invisibles, podían tirarse a recoger el resto de un cigarrillo humeante, recién arrojado, sin provocar una mirada y menos una puteada por arrebatar una postrera pitada. Podían pararse frente al almacén, al cierre, que alguna sobra salía a la calle acompañada de un gesto comprensivo. Y de última, una monedita. Nunca: “una monedita por el amor de dios”, pero como los banqueros, cuando es por plata no hay dinero limpio ni sucio y todo método es bueno y legítimo; es dinero.

Eligieron el primer tramo del túnel que estaba más guarecido para un posible viento entubado y con la certeza de que nadie había visto, eso decían los veteranos, una escorrentía provocada por una tormenta tramposa. Aislaron el piso con cartones y diarios, cuando aún servían para más cosas, aunque manchasen de tinta, pusieron las mochilas como almohadas y extendieron los sobres. Y ahí, hasta quedarse dormido viendo los techos abovedados y cubiertos de azulejos, notó como las medias le apretaban los pies, pero, le daban un lindo calorcito. Una cosa por otra. Era como desvirgarse en una de tantas enculadas que le daría la vida. Y durmió rebién, aunque por la mañana descubriese que aquellas medias le habían dejado una marca que casi era un tatuaje sin tinta.

La ventana de la pieza fue cambiando sus estrellas. Se rio al sentir la misma sensación. No fue la última ocasión que durmió con las medias puestas. Supuso que era el único culpable de sus decisiones. Volvió a sus locuras proyectadas con la certeza de que, a la madrugada, se despertaría para enfriar sueños desbocados sacándose: las medias puestas.

Publicado por

carlosdeus

Periodista independiente

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